¿Dónde está el Niño Jesús? ¡No en un pesebre, sino reinando en gloria eterna!
Hermanos, en esta temporada donde muchos se detienen a recordar el nacimiento de nuestro Señor, me surge una pregunta que nos interpela a todos: ¿dónde está el Niño Jesús hoy? ¿Sigue siendo ese bebé indefenso en un pesebre, o hay algo más profundo que debemos reconocer en Él? La Biblia nos muestra que ese Niño creció, cumplió su propósito, resucitó y ahora está exaltado. Hoy quiero invitarlos a mirar más allá de la cuna, a adorar al Cristo vivo, poderoso y que viene pronto. Porque si nos quedamos solo en el Niño, nos perdemos la plenitud de quien Él es ahora.
Queridos hermanos, cada Navidad cantamos villancicos hermosos sobre el Niño que nació en Belén, y eso es parte de la historia gloriosa de Dios. Pero díganme, ¿acaso el Señor se quedó para siempre en ese pesebre? No, hermanos. Esa humildad fue el comienzo de un plan eterno. Recuerden lo que el ángel le dijo a María: “Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lucas 1:31-33). Ese Niño no era solo un bebé; era el Rey prometido, el que inauguraría un reino sin fin. Gloria a Dios por esa promesa que se cumplió en Él.
Pero vayamos más allá. Ese Niño creció, vivió entre nosotros, dio su vida en la cruz por ti y por mí, y resucitó al tercer día. Hoy no lo encontramos envuelto en pañales, sino en majestad. Miren lo que Juan vio en su visión: “Y en medio de los siete candeleros, uno semejante al Hijo de Dios, vestido de una ropa que llegaba hasta los pies, ceñido por el pecho con una cinta de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve; sus ojos como llama de fuego; y sus pies semejantes al bronce bruñido, refulgentes como en un horno; y su voz como estruendo de muchas aguas. Tenía en su diestra siete estrellas; y de su boca salía una espada aguda de dos filos; y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza” (Apocalipsis 1:12-16). ¿Ven, hermanos? No es un Niño el que describe Juan, sino un Cristo glorioso, con ojos de fuego, pies como bronce ardiente, y una voz que retumba como aguas caudalosas. Ese es nuestro Señor ahora: poderoso, juzgador, sosteniendo las estrellas en su mano. Si lo vemos solo como Niño, nos achicamos a nosotros mismos y lo achicamos a Él. Él es el Alfa y la Omega, el que fue, el que es y el que ha de venir.
El Niño que Nació: Humildad para Nuestra Salvación
Hermanos, volvamos al principio para entender el contraste. Ese Niño nació en un pesebre porque no había lugar para Él en la posada. “Y aconteció que mientras estaban allí, se cumplieron los días en que ella había de dar a luz. Y dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales, y le acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada” (Lucas 2:6-7). Qué humildad, ¿verdad? El Rey de reyes llegando como un vulnerable bebé, rodeado de animales y pastores. Esa escena nos recuerda que Dios se hizo carne para estar cerca de nosotros, para tocar nuestra realidad de pobreza y dolor. “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14). Él se humilló para elevarnos a nosotros.
Pero no se equivoquen, hermanos: esa humildad no era debilidad. Desde el pesebre, ya llevaba en sí la promesa del reino eterno. Los magos lo adoraron como Rey, los ángeles cantaron «¡Gloria a Dios en las alturas!», y los pastores corrieron a verlo. Ese Niño era Dios encarnado, el que vendría a romper cadenas, a sanar enfermos y a darnos vida eterna. Yo les digo: celebremos el nacimiento, pero no nos detengamos ahí. Si lo hacemos, corremos el riesgo de adorar una imagen estática, un recuerdo bonito, en lugar del Dios vivo que actúa hoy en nuestras vidas.
El Cristo Exaltado: Poder que Transforma Nuestras Vidas
Ahora, díganme, ¿dónde está Él hoy? No en el pesebre, hermanos. Está a la diestra del Padre, intercediendo por nosotros. Ese Niño que lloró en brazos de María ahora camina entre los candeleros de las iglesias, como dice Apocalipsis. Él conoce nuestras obras, nos reprende y nos anima. “Al que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias” (Apocalipsis 2:7). ¿Sienten eso? Él no es un bebé pasivo; es el Señor resucitado que nos habla, que nos guarda de todo mal.
Piensen en esto: muchos se pierden en tradiciones, comprando regalos y decorando árboles, pero olvidan al Cristo que reina. Yo he visto familias que pasan la Navidad en medio de preocupaciones, enfermedades y divisiones, y se preguntan: «¿Dónde está Dios?». Hermanos, Él está ahí, pero hay que mirarlo como es: el que dijo “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). Él es el que nos da victoria sobre el pecado, sobre la muerte. Romanos nos lo dice claro: “Porque si viviéremos, para el Señor vivimos; y si muriéremos, para el Señor moriremos. Así, pues, ya sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos” (Romanos 14:8). Vivos o muertos, le pertenecemos a Él. Ese sello del Espíritu Santo nos marca como propiedad de Dios. No hay rebajas en las tiendas que comparen con la salvación que Él nos dio.
Yo les pregunto: ¿estás confiando en ese Cristo exaltado? En medio de tus luchas diarias –un trabajo que aprieta, una salud que falla, un hogar que duele– recuerda que Él no es un Niño que necesite nuestra protección, sino el Rey que nos protege a nosotros. Él nos levantó de la tumba espiritual y nos sentará con Él en lugares celestiales. Gloria a Dios por ese poder.
La Venida Gloriosa: Esperando al Rey que Regresa
Hermanos, y no olvidemos lo que viene. Ese Cristo exaltado regresará, no como Niño, sino como Rey de reyes. La iglesia clama: «¡Ven, Señor Jesús!». No venimos a adorar un pesebre vacío; esperamos al que vendrá en las nubes, con poder y gloria. Como dice la Escritura, su reino no tendrá fin. Imagínenlo: calles de oro, mar de cristal, sin llanto ni dolor. “Y enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:4). ¿Cuántos quieren estar allí, hermanos? Yo quiero irme con Él, ser levantado con poder hacia la Nueva Jerusalén.
No caigamos en el error de achicar al Señor. Mucha gente adora imágenes: un bebé en cuna, un crucificado que no resucitó. Pero nosotros sabemos la verdad: Él vive, Él reina, Él viene. En la Cena del Señor, tomamos el pan y la copa no solo en memoria de su muerte, sino anunciando su venida. “Porque todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1 Corintios 11:26). Anunciémoslo con nuestras vidas, hermanos.
Reflexión Práctica: Queridos hermanos, hagamos esto real hoy. En lugar de solo decorar el pesebre en casa, hablen con su familia sobre el Cristo que vive. Compartan un versículo como Lucas 1:33 alrededor de la mesa: «¿Saben que ese Niño es ahora nuestro Rey eterno?». Si hay alguien en su hogar que no ha recibido a Jesús como Salvador, invítenlo a orar hoy. Y en su devocional personal, lean Apocalipsis 1 y pregúntense: «¿Cómo me habla Él en mi situación?». No se queden en la nostalgia; vivan en la expectativa de su regreso. Sean luz en esta Navidad, recordando que el regalo mayor ya fue dado: la salvación en Cristo.
Hermanos, hemos visto que el Niño Jesús no se quedó en Belén. Nació humilde para salvarnos, resucitó para exaltarnos y regresará para llevarnos a su reino. Adoremos al Cristo vivo, el que es digno de toda gloria. No lo achiquemos; exáltelo en nuestras vidas diarias. Que esta verdad nos llene de gozo y nos impulse a compartirla.
Oremos: Padre mío, gracias por enviarnos a tu Hijo, no solo como Niño, sino como Salvador y Rey. Ayúdanos a adorarte en espíritu y verdad, reconociendo Tu poder. Que no nos detengamos en el pesebre, sino que vivamos para Tu venida. En el nombre de Jesús, amén.
El video completo del culto está disponible para verlo en YouTube si deseas escuchar el mensaje original.